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Las elecciones 2015 ¿hacia el cambio o más de lo mismo?

Lunes 16 de noviembre de 2015, por Ana Silvia Monzón

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El contexto

El 2015 es un año emblemático para la historia política de Guatemala. Se cumplen treinta años de la realización de las elecciones que marcaron el retorno a un régimen civil luego de varios períodos de gobiernos militares, de golpes de estado y de un cruento conflicto armado que diezmó a varias generaciones e instaló el miedo a la participación ciudadana.

Esa transición a la democracia inició con la promulgación de una nueva Constitución en 1985, texto avanzado en algunos aspectos, pero tutelado por el poder militar y por las élites económicas. Once años más tarde, en 1996, se firmaron los Acuerdos de Paz que generaron altas expectativas en términos de la democratización de las instituciones, la creación de condiciones para el desarrollo de una ciudadanía plena, y la superación de las desigualdades, el racismo, y las exclusiones que perfilan a la sociedad guatemalteca.
Por el contrario, en estas tres décadas las instituciones políticas y los organismos estatales se fueron agotando entre la apatía ciudadana, la debilidad de las fuerzas políticas progresistas y la hegemonía de las posiciones más recalcitrantes y conservadoras.

El Tribunal Supremo Electoral, que surgió como entidad garante de la legalidad y legitimidad de los procesos electorales, al no contar con un marco legal más robusto, y ante el hecho de que la elección de sus integrantes pasa por el Congreso de la República, fue minando su autonomía, acumulando la desconfianza ciudadana, y consintiendo actuaciones espurias de los partidos políticos.

Pese a diversos esfuerzos, el sistema de partidos políticos tampoco logró perfilarse como el intermediario entre las demandas ciudadanas y el Estado, más bien derivó en un espacio marcado por el ejercicio de cacicazgos locales y nacionales, tráfico de influencias y prácticas excluyentes que han limitado el desarrollo de una cultura política democrática, y han restringido la participación de mujeres, pueblos indígenas y jóvenes.

Las demandas de reconocimiento, respeto a la diferencia y representatividad han sido sistemáticamente rechazadas por quienes concentran el poder político, lo que da como resultado uno de los organismos legislativos más inequitativos de la región centroamericana.

A esa situación se suma la escasa presencia de opciones partidarias que tengan como norte una visión crítica y transformadora. Las que existen tienen un caudal de votos que no logra aumentar de manera significativa porque su participación es marginal, dispersa y desvinculada de la ciudadanía y aún de los movimientos sociales las apoyan. En contraste, los partidos mayoritarios que actúan bajo una racionalidad más económica que política, favorecen a los sectores de poder y obvian las necesidades de la mayoría de la población, sin contar con las constantes denuncias de manejos poco transparentes de sus integrantes, que contribuyen a socavar su credibilidad.

En este escenario, con más sombras que luces, tuvo lugar en el 2014, la renovación de las magistraturas del Tribunal Supremo Electoral. La elección de algunas personalidades con trayectorias apegadas al derecho y con posturas más críticas, permitió atisbar un cambio positivo. A pocos meses de su gestión, y no sin tensiones internas, tomaron decisiones importantes para limitar las interpretaciones antojadizas de la Ley Electoral y las actuaciones ilegales de algunos partidos políticos: por ejemplo, realizar campaña anticipada, incumplir los techos financieros establecidos, que la entonces Vicepresidenta de la República ejerciera al mismo tiempo la Secretaría General del partido en el poder, y una histórica decisión de sancionar a un partido porque “en las acciones de promoción partidaria, incluyeron prácticas sexistas y uso de la imagen de la mujer como objeto de placer sexual" (Acuerdo TSE 113-2015).

El panorama previo a las elecciones estuvo marcado por esas acciones que, por supuesto, fueron cuestionadas por los partidos políticos, pero bien recibidas por la ciudadanía y la opinión pública.

La coyuntura electoral

Para el mes de mayo del 2015, cuando se convocó formalmente a las elecciones, se había iniciado una movilización ciudadana, sobre todo urbana, sin precedentes en las últimas décadas, a raíz de las denuncias de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala-CICIG y del Ministerio Público-MP que involucraron a las más altas autoridades del país en hechos de corrupción, tráfico de influencias y enriquecimiento ilícito.

La indignación por la contundente evidencia sobre estas prácticas, ampliamente conocidas pero nunca antes documentadas ni presentadas en los tribunales de justicia, colocó al sistema político en una crisis ético-política dado que las denuncias alcanzaron incluso a un candidato a la vicepresidencia, y a varios diputados y diputadas que buscaban la reelección. De hecho estas denuncias provocaron la renuncia de la Vicepresidenta y del Presidente, y colocó al organismo ejecutivo en una situación de crisis relativa que fue resuelta instalando, sin consultar a la ciudadanía, a un gobernante de transición.

Una creciente corriente de opinión planteó la inconveniencia de realizar elecciones en eas condiciones de ilegitimidad y se llamó al abstencionismo, al voto nulo y en blanco, como expresiones de rechazo a una democracia que se enfoca en las formas pero no en los aspectos sustantivos. Diversas voces promovieron la idea de que esta crisis ameritaba una refundación, un nuevo pacto sociopolítico que permita, finalmente, erradicar el clientelismo y la mercantilización de la política, y al mismo tiempo abrir los espacios políticos a los grupos históricamente excluidos.

Esta propuesta quedó al margen ante la avalancha mediática, promovida por los partidos políticos y las élites, que planteó la inevitabilidad de las elecciones como solución a la crisis política.
Las votaciones fueron realizadas en medio de tensiones e incertidumbres, con una marcada ausencia de planteamientos serios de cara a los problemas seculares de desigualdad, de desfinanciamiento del Estado, y de credibilidad en la clase política. Por un escaso margen, de nuevo una situación inédita en la historia electoral, el partido que se perfilaba ganador quedó fuera de la contienda y en su lugar se colocó un partido y un candidato que reúne características ambiguas: por un lado se presenta como una persona incorrupta, pero sin experiencia en el manejo de la cosa pública y carente de un programa y un equipo que estén a la altura de la crisis social y política del país. Como una persona con una visión al futuro, pero con nexos partidarios con exmilitares de viejo cuño, y con grupos religiosos conservadores. Como una persona joven, cercana y moderna, pero con ideas retrógradas con relación a los derechos de las mujeres y de la diversidad sexual.

En la segunda vuelta electoral señalada para el 25 de octubre, y que la Ley Electoral contempla cuando ninguno de los candidatos alcanza la mayoría de votos, también se presenta como opción una candidata que si bien cuenta en su haber con experiencia en gestión, con una propuesta de gobierno más clara y un equipo con cierta trayectoria en el Estado, tiene limitaciones como el acendrado machismo que aún prevalece en el ámbito político, sus vínculos con algún sector de las elites económicas por la vía de su candidato a la vicepresidencia, y particularmente el desgaste por su relación conyugal con el expresidente Alvaro Colom, en cuyo período ella no tuvo el papel discreto que los más conservadores esperarían de la esposa de un funcionario.

Sobre su partido pesan, además, acusaciones de corrupción, de un desmedido endeudamiento interno y externo durante su gestión, y de un doble discurso: por un lado proyectó una visión social, y por otro ejerció represión contra las comunidades que adversan y resisten los megaproyectos en los territorios.

El panorama que se observa después de la primera vuelta electoral es desalentador para las aspiraciones de quienes promueven transformaciones profundas en Guatemala. Los grupos de poder lograron bajar el perfil de las protestas ciudadanas, la mayoría que salió a las calles pareciera haberse conformado con la exposición pública de una buena cantidad de funcionarios –incluidas juezas y un magistrado- que si bien no es poca cosa en una sociedad donde reina la impunidad, tampoco es garantía de que las redes de corrupción se hayan desarticulado, y menos aún que se hayan alterado siquiera las causas estructurales que mantienen a una mayoría empobrecida en contraste con unas élites concentradoras de la riqueza.

En esa línea por ejemplo, las reformas a normativas como la Ley Electoral y de Partidos Políticos, la Ley de Compras y contrataciones del Estado o la Ley del servicio Civil apenas han avanzado, a pesar de que esta fue una demanda con amplio respaldo ciudadano.
Esa agenda quedó en un impasse porque la atención mediática se ha concentrado, en las últimas semanas, en las dos candidaturas que van al balotaje presidencial. Sin embargo, los personajes en contienda no logran convencer a la ciudadanía más informada. Se han realizado varios debates públicos donde ha pesado más el indudable manejo escénico del candidato –resultado de su trayectoria como comediante y actor- que el análisis de las propuestas juiciosas y ecuánimes que exige el país en la actual coyuntura. Mientras se magnifica, en varios medios de comunicación y por parte de diversos columnistas, la duda sobre la idoneidad de la candidata. El conservadurismo ideológico que prima en la sociedad guatemalteca recurre nuevamente a la fórmula de atemorizar a las buenas conciencias con ideas propias de la guerra fría. Lamentablemente, la escasa formación ciudadana y las secuelas del autoritarismo más rancio permean incluso a las generaciones más jóvenes.

Si bien existe y se expresa un buen número de iniciativas críticas surgidas en los últimos meses, y que se suman a los movimientos sociales de más larga data, aún falta mucho camino por recorrer para que el sistema político sea depurado y las elecciones no sean más de lo mismo: mucha forma y poco sustento.


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